Pero es más dramático cuando no ocurren. La tragedia, la infelicidad, el dolor conmueven mucho más que la felicidad.
Sin embargo, aún cuando la realidad no se mueva bajo el influjo de nuestros deseos, nos queda todavía la fantasía, la ensoñación. Y ahí las posibilidades no tienen límites. Podemos realizar todos esas cosas que por nuestro devenir cotidiano encontramos casi imposibles de ejecutar.
Como el otro día en el muelle y la visita de un barco de la marina francesa. Tuve la suerte de conocer a una oficial que hacía guardia junto a su contraparte gringo, un afroamericano muy jovial y quien me la presentó al enterarse de que yo hablaba francés. Ella quería un Red Bull y yo más que dispuesto a regalárselo... Hablamos un poco, ella sorprendida de que en América hubiera alguien que hablara francés y yo que no tenía donde poner los pies de la emoción por ser la excepción (mentira mía).
Me fui rápidamente para la oficina a dejar mis papeles con la esperanza de que al regresar la volvería a encontrar y de esa manera aprovecharía la oportunidad para invitarla a conocer la ciudad y ¿quién sabe lo que podía venir después?...
Al volver ella no estaba. Hubo un cambio de guardia y aunque el barco duró un par de días más no la volví a ver. Todo se quedó en el mundo de las posibilidades, en el mundo de las cosas que pudieron ser pero no fueron, irrealizables en un plano pero muy posibles de realizar en ese otro más sofisticado y sutil y que por serlo no deja de ser menos real: el de mi imaginación...
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