Uno puede tratar de vivir su vida de la mejor manera posible, tratando de hacer el menor roce con las crueldades de la realidad, buscando siempre maximizar el placer y reducir al mínimo el dolor y el sufrimiento. Se puede construir una vida así y hacerlo constituye una opción tan válida como cualquier otra si ello no te da mayores problemas.
Pero sí te puede causar problemas. Porque tarde o temprano la realidad te alcanza y vas a darte cuenta de que tu vida es finita, de que no puedes escabullirte tan fácil del dolor personal, del dolor ajeno o el sufrimiento colectivo. A ese modo de vida, a esa existencia, le faltan cosas y aunque trates de llenarlas con todo lo que tienes a mano, ni siquiera la imaginación es capaz de encontrar eso que crees es lo que necesitas para proveer tu vida de algún significado valioso.
Hasta que un día lo descubres de manera fortuita y accidental, sin andarlo buscando pero forzado por las circunstancias. Quieres saber porqué eres tan vulnerable en presencia de ciertos eventos a los que se te hace muy difícil darle la espalda y te animas a interrogarte del porqué te conectas de manera tan profunda y unilateral con algunas cosas, con algunas personas sin importar si las acabas de conocer, apenas las conoces o las conoces de mucho tiempo atrás.
Al principio crees que todo ello puede explicarse a través de la empatía. Más no parece suficiente. Uno puede ponerse en el lugar de los demás y entender la posición de ellos y ellas sin crear ningún vínculo fuerte y poderoso. Tiene que haber una mejor explicación que dé cuenta de tales vínculos y ataduras. Y hasta ahora no he encontrado una respuesta mejor que pensar que eres de esas personas que se solidariza con el dolor ajeno hasta el punto de llegar a sentirlo como si fuera tu propio dolor y te crees en el deber de hacer todo lo que sea necesario y está a tu alcance para tratar de aliviarlo.
¿Sería ésta en último término una manera de tratar de aliviar el propio dolor? ¿No hay una especie de egoísmo o interés particular envuelto aquí? No lo sé y tratar de responder la pregunta conlleva resolver un dilema de tipo moral. No salir nunca en auxilio de nadie porque en definitiva no es el otro que importa sino uno mismo, parece algo cuestionable también.
Lo cierto es que me he puesto a pensar mucho en el poder redentor que podemos encontrar en el dolor y el sufrimiento de los seres humanos. No fue hasta que fui cuestionado al respecto que pude descubrir la férrea conexión que puede establecerse entre un individuo y un extraño que se acaban de conocer pero a quién las aflicciones, los sufrimientos y los pesares del primero pueden absorber al segundo hasta el punto de identificarlos como si fueran suyos.
Y quizás sea debido a ese poder transformador tan grande que provoca compenetrarse con los problemas de otros seres humanos que al principio nos rehusamos, rehuimos abrazar causas nobles, esas que implican estar del lado de quién sufre las desdichas y los sinsabores de la vida, por temor quizás a cambiar, por miedo a sus efectos devastadores y por la clase de adhesión que podrían ocasionar. Hasta que por alguna u otra circunstancia no lo podemos eludir más y lo aceptamos sin pensar, porque quizás en ese momento no vemos mejor alternativa, o tal vez por una inclinación natural a la aventura y a dejarnos llevar hacia nuevos e insospechados territorios.
Y quizás ahí está otra paradoja de la vida. Las mismas cosas que asustarían a unos son las que atraerían a otros que no siempre se dejan intimidar por los obstáculos y las dificultades que pudieran encontrar a su paso.
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