Wednesday, February 28, 2018

La nueva esclavitud

Son las 6:30 PM y acabo de recibir las cajas de las solicitudes que he pedido recientemente a la compañía para la que trabajo. Me las entrega un empleado de una de esas multinacionales líderes del mercado, especialistas en el servicio de entregas a domicilio.

Es el mismo empleado que conozco por más de 18 años y existe con él la suficiente familiaridad y confianza para ir más allá del acto de firma y entrega de los artículos entregados. Pequeña conversación, bromas, cambio de impresiones son prácticamente parte y norma de nuestras interacciones en los segundos previos y posteriores a ese ritual de entrega de mercancías.

Se ha ido ya y estoy en el proceso de abrir las cajas recibidas cuando suena el timbre de nuevo pues nuestro amigo ha olvidado entregar otro paquete que venía dirigido a mi persona.

El aprovecha entonces para decirme con cara de mucha seriedad que hoy su jornada de trabajo termina a las diez de la noche. Se le ve muy disgustado y me agrega que el número de entregas que tiene que hacer en el día de hoy es de 130, lo cual es mucho menos que el número de 180 que tienen que hacer los empleados nuevos.

Parece que no puede más y está aprovechando para desahogarse. Me dice que están abusando de él (y de los demás, especialmente los que entran nuevos en la empresa) y que ello le afecta en la casa, con su familia. La noche anterior no pudo dormir.

Es duro escuchar estas historias sin uno poder hacer nada, sin uno poder dar una que otra solución o expresar algunas palabras de aliento. Sólo me da tiempo a poner cara de asombro y las palabras de consolación se atragantan: al final no salen de la boca. ¿Qué podría uno decir para ayudar?

Te sientes un poco culpable también pues es un costo indeseado que se paga por la conveniencia de recibir entregas en la comodidad de la casa. Yo, la sociedad, el nuevo estilo de capitalismo, estamos todos contribuyendo a este tipo de explotación que las empresas ejercen sobre estas personas.

Y no le veo una escapatoria posible. Hasta ahora no se me ocurre ninguna solución más o menos realista: viable. ¿Cómo decirle que lo deje todo y haga otra cosa? Tiene esposa, tiene hijos, tiene una hipoteca que pagar y quién sabe cuántos otros gastos adicionales. Probablemente tiene seguro médico a través de la empresa que no sólo lo cubre a él sino también a toda su familia.

Por si fuera poco, ya no tiene 20 ó 30 años. Los mejores años de su vida los ha dejado/dedicado a esta empresa y ya no tiene la fortaleza física ni mental para comenzar de nuevo. Ni siquiera tiene tiempo para descansar adecuadamente si calculamos la hora a la que debe de llegar a la casa luego que termina de trabajar. Apenas tiene tiempo para irse a acostar. Y yo aquí especulando que tampoco va a tener la fortaleza para poder continuar: un día se va a enfermar. El estrés se hará cargo de él.

Está metido en una trampa, está atrapado y el lo sabe de la misma manera que lo saben todas esas personas que trabajan en el nuevo tipo de economía dominada por la tecnología.

Se suponía que ella, la tecnología, nos liberaría pero lo contrario ha sucedido; nos ha encadenado. Es la nueva esclavitud. Ella se ha convertido en la nueva forma de esclavización, a la que no podemos escapar pues nos controla todos los pasos, día y noche y es omnipresente, está en todas partes sin nunca darnos la más mínima tregua.

Tuesday, January 30, 2018

El precio de reducir la realidad

He estado pensando últimamente en lo grande que es el mundo y en el poco tiempo que uno le dedica a pensar en esa grandeza.

Sí, parece que simplificamos la vida y el mundo de tal manera que no nos damos cuenta las muchas cosas que hay a nuestro alrededor. Y lo mucho que nos falta por conocer o lo mucho que ignoramos.

Vivo en una gran ciudad y cuando ando manejando son miles de carros que van en la misma dirección que yo o en la contraria. Cuando en la noche miro esos edificios grandes con centenares de ventanas iluminadas, me imagino que detrás de ellas se ocultan vidas, personas, otros seres vivientes con sus penas, sus alegrías, sus pesares.

Por igual cuando me toca viajar. Uno tan ensimismado en su propio viaje creyendo que es algo único y especial que aunque es probable que lo sea, ese sentimiento es también compartido por millones de viajeros en miles de aviones que cruzan los cielos de aquí y de por allá.

Y de igual manera, qué de los demás, la inmensa mayoría que no puede hacer lo mismo. ¿Nos detenemos a pensar en toda esa gente?

Algo grandioso se pierde cuando dejamos de pensar en el conjunto. Parece que debe tener algún beneficio el proceso de abstracción que hacemos cuando reducimos el mundo a pequeñas unidades y cuando dejamos de ver las múltiples cosas que ocurren a nuestro alrededor.

Ciertamente debe tener un beneficio: el mundo se vuelve quizás más manejable, más predecible pero a qué precio.

Es un precio muy caro el que se paga cuando tenemos una visión reducida de la realidad, cuando dejamos de conocer la manera de pensar de los otros y cuando dejamos de abrirnos a las miles de posibilidades que el mundo ofrece.
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