Hablábamos de la riqueza el otro día, esa cuyo propósito sirve hacia los fines de la elevación del ego más que a los objetivos primarios de satisfacer necesidades elementales y concretas.
¿Y qué hay que decir acerca de la pobreza? Esa que marca y deja sus huellas por siempre, la que nos persigue toda la vida, mucho más allá de cuando ya no ejerce su influencia nefasta y directa sobre nosotros.
Sí, es triste constatar que ser pobres es una condición que muchas veces no nos abandona nunca aunque hayamos dejado de serlo, aunque por el contrario ya tengamos dinero. No hay cosa peor, más petulante y pretenciosa que esos ricos que antes fueron pobres. La condición de haber vivido de manera miserable deja una huella indeleble o al menos casi imposible de borrar que se manifiesta por las ínfulas de poder, la vanidad exagerada y la ostentación superflua de los bienes materiales acumulados.
Es como si algunas personas nos hubiéramos detenido en el tiempo y hoy al igual que ayer estuviéramos viviendo para responder al dolor que no tener cosas representaba para nosotros. Pero más doloroso aún es creer que los demás comparten nuestro dolor, se identifican con nuestra situación.
Hacer el ridículo, eso es lo que hacemos, pues ni cuenta nos damos que los demás no están interesados en nuestro nuevo estatus, ni en enterarse de los artículos de marca que hemos adquirido, ni cuánto hemos pagado por ellos y si nos hacen algún reconocimiento es sólo para hacernos creer, seguirnos la corriente y así poder continuar con este juego que nos vuelve tontos, ciegos y sordos.
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