Esta idea me ha estado dando vueltas y vueltas en la cabeza durante toda la semana.
Las cosas que supuestamente queremos y necesitamos las personas para ser felices son tan diferentes de persona a persona que es muy difícil, por no decir imposible, encontrar a alguien que nos las pueda satisfacer a plenitud. La realidad es que nadie puede complacernos completamente, ni nosotros a nadie. A pesar de ello nos comportamos como si supiéramos y/o los demás supieran cómo poder hacerlo.
De lo anterior se desprende también que suponemos todo aquello que le hace daño a los otros y estos a su vez saben de antemano y por sentido común todo lo que a nosotros nos hace sentir mal. Lo real es que son incontables e inverosímiles la cantidad de cosas que pueden afectarnos a nosotros mismos y a otros seres humanos. Es difícil poder clasificarlas a todas porque los seres vivientes son un conjunto único de experiencias, a veces compartibles, pero no siempre.
He ahí el dilema y hasta la contradicción. Lo que el otro o la otra le hace falta es tan distinto de lo que a mí me hace falta. Y por eso vamos por la vida sintiéndonos todo insatisfechos e incompletos y demandando cosas que creemos y damos por sentado se nos pueden dar. Y si no ocurre así creemos que es culpa de los demás el no reconocer lo necesitados que estamos de ellas. Y viceversa.
Para colmo, mis deseos y mis carencias, cuando logro identificarlos no son constantes y si alguna permanencia existe es su variabilidad con el paso del tiempo, mutando de una cosa a la otra y lo que un día fue ya no es y lo que hoy es no sé si será.
Parece no ser un fenómeno exclusivamente mío. Creo que lo mismo le ocurre a todos aquellos que están, estarán o estuvieron alguna vez a mi alrededor. Y también de los que nunca estuvieron ni nunca lo estarán...
De manera insospechada, llegar a entender todo eso abre las puertas a numerosas y esperanzadoras posibilidades, nuevas oportunidades que parecen ofrecerse al explorador ávido de adentrarse a mundos nuevos y desconocidos.
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