El domingo pasado "me cogió la hora" para usar una expresión que no sé si sea utilizada de manera general por todos los hablantes del castellano y que quiere decir que se me hizo tarde.
Iba para la reunión del club de lectura al que me incorporé semanas atrás. Esta vez el encuentro tenía lugar en Brooklyn y a último momento tenía la hora encima y no había comprado la botella de vino que había decidido llevar a la reunión.
¡Vaya suerte la mía! Escojo el Liquor Store que creo me va a ser más fácil entrar y salir y a duras penas consigo estacionarme. Para colmo cuando llego al local está cerrado. Un cartel en la puerta anuncia las horas en que están abiertos de Lunes a Sábado. Los domingos están cerrados.
No me queda de otra y vuelvo a montarme en el vehículo. Hago una vuelta en U y enfilo para la intersección en busca del próximo lugar en que con seguridad voy a encontrar la dichosa botella.
Pero no tan rápido. La verdad es que por un pelo o por dos y no llego. Al menos a comprarla. Tampoco tarde ni temprano a la reunión que tenía programada con mis amigos-as.
Una señora y su hija deciden cruzar la calle corriendo, sin mirar, para tratar de alcanzar el autobús que está en su parada, del otro lado, recogiendo pasajeros. Justo a mitad de la cuadra y en el preciso momento que vengo bajando la calle en pendiente para tratar de coger la luz verde del semáforo.
En fracciones de segundo muevo el guía hacia mi izquierda, tomo el centro y voy del lado contrario, a la vez estoy pisando los frenos, corrijo otra vez hacia mi derecha y me deslizo lentamente hasta el final de la calle.
Por el retrovisor de mi carro y talvez de mi mente veo cuando se pararon súbitamente en medio de la vía al descubrir mi presencia y luego corrieron de nuevo hacia el autobús como si nada hubiera pasado.
Respiro, o talvez suspiro con alivio mientras siento el efecto de la adrenalina recorriendo todo mi cuerpo. La luz del semáforo está roja.
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